lunes, 30 de marzo de 2015

HOY NOS VAMOS DE CONCIERTO


                El viernes 27 de marzo era la fecha indicada, las entradas compradas desde principios de febrero; el lugar, una famosa sala de Sevilla, (no hago publi gratis)  y hacia allí me dirigí con mis hermanos para poder disfrutar del concierto de Gritando en Silencio presentando su tercer álbum "La edad de mierda".

                No se trataba de un concierto cualquiera., porque no sólo íbamos a escuchar al mejor grupo de Rock del panorama nacional (sí, lo son, y que nadie me lo discuta, ¡hombre ya!), íbamos a ver  a nuestros compañeros de instituto convertidos en auténticos ídolos musicales. Para mí, en el caso de Marcos, no sólo un compañero de instituto más, sino un amigo, de los de verdad, de los que están ahí por más que pasen los años y se alarguen las distancias.

                Nada  más llegar empecé a alucinar. Nada tenía que ver aquello con la última vez que los vimos, en esa misma sala, años atrás. Había un montón de gente en la cola, pero no sólo eso, la edad media del público había bajado notablemente, y ya no sólo nos encontrábamos allí los de siempre, los de la treintena (algunos sólo estamos rozándola, ¿ehh?) , sino que había cantidad de gente joven, nuevas generaciones que habían tenido la suerte de desarrollar un buen gusto musical.

                Aquello para mí ya supuso un descubrimiento altamente gratificante y nos añadimos a la fila como unos fans más. Justo antes de entrar nos encontramos con Marcos, allí, junto con sus colegas de fatigas. Tres discos en la calle, conciertos a mansalva y miles de kilómetros recorridos por todo el país, no habían cambiado para nada a unos tíos auténticos, que seguían mezclándose entre la gente como si la cosa no fuera con ellos, ajenos a los comentarios de los que iban entrando: "¡esos son los Gritando en Silencio!".

                Alegría es poco para describir lo que sentí al ver de nuevo a mi pequeño rockero. Charlamos un rato todos juntos y cuando llegó la hora accedimos al local, no sin antes pedirle que me firmara mi ejemplar de "La edad de mierda" (que no puede faltar en vuestras discografías, hacedme caso).

                Una de las sorpresas de la noche fueron los teloneros, los Carroña. Los madrileños tenían al público en el bolsillo dando caña encima del escenario con unos temas que nos contagiaron a todos.

                Tras ellos llegó el momento que habíamos estado esperando. Gritando en Silencio saltaba al escenario y la sala, abarrotada de gente, se volvió loca. Me busqué el hueco ideal, subida en un poyete de un lateral para no perderme detalle. Aquello fue una pasada, la sala vibraba con cada acorde de guitarra, con cada golpe de baqueta y la voz de Marcos iba filtrándose por nuestros oídos llevando el rock directamente hasta nuestras venas.

                No sé describir bien esa sensación; recordar en un segundo los primeros conciertos en el Politécnico, en el patio de un instituto que tenía el privilegio de ser testigo de los primeros albores del grupo, un grupo que sabíamos desde el primer momento que los escuchamos que llegarían lejos. Muchos años habían pasado ya desde entonces , y ahora estábamos allí, entre una multitud de gente que coreaba a voz en grito las letras de las canciones, que enloquecía con el sonido de las guitarras eléctricas, bailando como posesos empujados por la música. Desde mi posición era testigo de todo eso y no podía dejar de alucinar. Lo habían conseguido. Y yo no podía sentirme más orgullosa, más feliz, que de ver a Marcos disfrutando en su tierra haciendo lo que siempre había querido hacer.


                Perdí  la voz... cantando... los temas nuevos y más aún los de discos anteriores, algunos de los cuales había escuchado por primera vez cuando no eran más que una maqueta grabada en acústico con el micro de un ordenador.  Me desgañité, flipé, reí y si hubiera tenido lágrimas habría llorado de emoción.  Con "Rutina en las venas" llegué al culmen de la euforia; la canción que tengo rayada en el disco de tanto escucharla, incluso juraría que en el mp3 del coche. Fue un regalo de dos horas de música en directo, indescriptible, sencillamente, había que estar ahí para vivirlo, y estábamos, como no podía ser de otra forma.

                Pero no sólo nosotros; los amigos de siempre también estaban allí y volvimos a reencontrarnos después de tanto tiempo gracias a Marcos, Santos, Jorge y Alberto y a su música.  Un abrazo emotivo con todos ellos, con Lope, con Juan el "Mirke", con Javi;  colectivo entre mis hermanos y yo con nuestro singular amigo el "Mononoke", culpable de ese magnífico videoclip de presentación del single "Más allá del Horizonte", con Aurora, la compañera de vida de Marcos, una tía increíble que me tiene convencida de que no hay mejor mujer para él.

                Al final la cosa se enredó, la noche lo merecía y nadie puso pegas. No había mejor plan después de ese magnífico concierto que perdernos todos juntos por las calles del centro de Sevilla, y como no... ir cerrando los bares.

                Amigos, emociones, risas, recuerdos y rock&roll. Para mí queda esa gran noche inigualable, porque después de lo vivido con esta tropa, "el mundo puede irse al carajo que va a cogerme con dos copas..."


martes, 24 de marzo de 2015

¡POR LA CARA!

¿A quién no le ha pasado que le salude alguien y no sepa quién es? A mí muchas veces, demasiadas. Parece que llevara hasta el extremo aquella frase que decía Groucho Marx de "nunca olvido una cara, pero con la suya haré una excepción". No lo hago a posta, supongo que es falta de atención o un mecanismo mediante el cual me quedo con los rasgos generales en vez de con los concretos y claro, como alguien sea medianamente vulgar... malo, muy malo.

Este pequeño problemilla te coloca muchas veces ante situaciones incómodas. He llegado a mantener conversaciones de media hora con personas que no sabía quiénes eran, pero que parecían conocerme bien por su trato cercano. Que sí, que a lo mejor después de un rato pienso: "me suena de algo, pero no consigo ubicarlo". Y mientras, sigues sonriendo y asintiendo procurando no hacer preguntas muy personales que puedan delatar que estás totalmente perdida, que casi no escuchas lo que te están diciendo porque estás concentrada en saber quién carajo es esa persona que tienes delante. A veces es chungo, sobre todo cuando la persona en cuestión te mira y te dice: "no te acuerdas de mí ¿verdad?", "¡hombre claro que sí! ¿cómo no me voy a acordar?" Pues no, no me acuerdo. Por suerte de vez en cuando aparece algún colega que dice su nombre, o que después de verte hablando con quien sea te dice: "ese era tal ¿no?" "¡Siiiiii! Joder, menos mal que me lo has dicho, llevo media hora intentando averiguarlo".

Y es que además, cuando a eso le sumas que la gente suele acordarse de ti la cosa se complica. Te van a presentar a alguien que es totalmente nuevo para ti y de pronto suelta: "si ya nos conocimos en no se dónde"... ¿en serio? No te he visto en mi vida... "Que sí hombre, el día que tal y cual"... ah sí... claro, si tú lo dices... (sonido de grillos).

He llegado a desdibujar en mi mente incluso los rostros de gente que me gustaba... Ainss qué guapo es... con esos ojos... ¿cómo eran sus ojos?, esa sonrisa... (podrían faltarle dientes y ni me acuerdo) ese... ese... mira mejor busco en Facebook una foto porque así no hay forma, porque para mí que me estoy imaginando a Paul Walker y no, va a ser que no conozco a ningún tío que se le parezca (por desgracia). Porque eso sí, a Paul Walker lo recuerdo perfectamente, que en paz descanse tanta belleza.

Claro, con eso de olvidarme de las caras, soy lo que mi padre llama un "Espinete", voy saludando a todo el mundo por la calle, porque oye, lo mismo lo conozco y está feo no dar los buenos días. Como vayas con alguien la situación se torna graciosa: "¿Quién era?" , "No tengo la más remota idea, tú sigue caminando y no mires atrás".

También están los compañeros de trabajo. Esos que aseguran haber coincidido contigo en varias ocasiones, que hasta tienen anécdotas que contar y tú claro... te ríes y lo confirmas jajaja verdad qué bueno fue... y qué bueno sería que me acordara de ti y no que te estoy viendo por primera vez y estoy rezando porque alguien venga y te llame por tu nombre para no quedar mal. Porque esa es otra... los nombres. He tenido que hacer un esfuerzo nemotécnico para evitar olvidar los nombres, pero a veces es que se me escapan y lo mismo la media hora que me pego con esa persona que no sé quién es, se convierte en otra media hora más, una vez que ya la reconozco, para recordar cómo se llamaba. Y ahí está otra vez el colega preguntándote: ¿ese quién es? Puff... si lo supiera te lo diría, pero es que después del rato que llevo buscando en mis archivos de qué lo conozco, mucho me pides ya si encima tengo que darte el nombre...

Porque eso sí, tú nombre se lo sabe todo el mundo. ¿Mayte? ¡Tía que de tiempo!... y tanto... toda una vida diría yo... eso es lo que piensas claro, pero está feo decirlo, así que te haces la loca: Eeeeeh, ¿qué tal? ¿Qué es de tu vida? (Cuéntamelo todo a ver si así voy atando cabos).

En fin, tampoco quiero ahora que la gente piense que no me acuerdo de nadie... eso sería ya un problema a gran escala. Además he podido comprobar que afortunadamente (mal de mucho consuelo de tontos) no soy la única a la que pasa, así que si tú también tienes ese problema no te preocupes, ¡Échale cara al asunto!

viernes, 20 de marzo de 2015

PAPÁ, QUIERO JUGAR AL FÚTBOL


Cuando eres una niña, en género y en edad, y descubres que ese deporte que tu padre te ha enseñado a disfrutar con tanta pasión es lo mismo que te gusta a ti, sólo tienes una opción: practicarlo pase lo que pase y digan lo que digan.

Supongo que mi suerte empezó con un hogar en el que no había "el balón de los hermanos", sino que lo que teníamos era "el balón de casa", el de todos, el que mi madre le regaló a mi padre poco antes de casarse, aquel color beige con los pentágonos rojos, el del Mundial del 82.  Para él, cualquiera de sus tres hijos era susceptible de usarlo, incluso yo, la pequeña, y la única niña, y cualquier lugar era bueno para ello, el parque, la plaza, el patio o el salón de la casa.

Con el paso de los años, mi madre tuvo que asumir que lo que ella había querido que fuera una "princesita", se pasaba las horas en la calle y en el patio del colegio, suplicando a los niños que la dejaran jugar con ellos, pedía la equipación de su equipo favorito por Reyes, se ponía las calzonas de sus hermanos y nunca fue tan feliz como cuando su padre le compró sus primeras botas de fútbol.

Ser una niña que jugaba al fútbol nunca fue fácil, pero cuando hay algo que te gusta de verdad insistes tanto que al final nadie puede negártelo. Poco importaba que para la mayoría del resto del mundo una niña que jugara al fútbol fuera una "machorra", dicho con ese tono despectivo que implica el rechazo absoluto hacia alguien que pudiera tener un gusto homosexual (porque el fútbol es cosa de tíos, dónde vamos a ir a parar).  Poco importaba también que dudaran de tus habilidades en ese deporte, sobre todo cuando demostrabas que incluso podías correr más rápido que los chavales del barrio.

Hoy día, afortunadamente, las cosas han cambiado mucho. Lejos quedaron aquellas luchas por poder participar del partido en la placita, por poder entrar en un equipo de fútbol (masculino, por supuesto) o simplemente que no se te considerara un bicho raro por ir vestida de futbolista.

Ahora los problemas son otros, como que en tu ropero haya más equipaciones de fútbol que vestidos, tantas que ya ni te caben en el cajón y no sabes qué hacer con ellas. Que entres en una tienda de deportes y te vayas directa a las botas de fútbol y que, cuando le pides a quien atiende que te saque una para probártela, te diga ¿qué es para ti? No mira, para mi prima la de Cuenca, pero es que tenemos el mismo pie...  

Luego está la cuestión de las relaciones sociales. ¿Vamos el miércoles al cine que es más barato? No puedo, entreno. ¿Qué haces este viernes? Pues... entreno. ¿Te vienes el domingo de excursión? Tengo partido... ¿Haces otra cosa que no sea jugar al fútbol? Verlo por la tele... y así sucesivamente.

Sabes que lo de lucir piernas bonitas no está hecho para ti. Cuando juegas al fútbol, inevitablemente tus piernas tienden a arquearse, aunque sea ligeramente, y eres consciente de que tu pierna buena estará más desarrollada que la otra, produciendo una asimetría entre los gemelos de ambas. Cuando vas a comprarte unas botas altas es cuando eres realmente consciente de esto, porque vas pensando que como sea de caña estrecha lo mismo no cierra o tienes que tirar de la cremallera mientras intentas remeter el músculo como buenamente puedes, y cuando lo consigues te encuentras con un nuevo problema: cuánto tiempo podrás llevarlas puestas sin que te corte la circulación.

No hablar ya de las heridas de guerra... como tengas una fiesta de gala en dos semanas lo mismo hasta te piensas jugar, porque, sin duda, lucirás monísima con todos esos moratones en las espinillas y las rodillas color púrpura, posiblemente alguna que otra postilla y hasta la serigrafía de las líneas del balón tatuada en tu muslo. Casi puedes adivinar los murmullos de los demás invitados al verte pasar con tus piernas al aire: "es que juega al fútbol".

Por supuesto la pedicura no entra dentro de tus actividades normales. Puede que algún día te entretengas en ello, pero será sobre todo con la intención de tapar esas uñas con sangre coagulada de algún pisotón o incluso, por qué no decirlo, la carencia de alguna muerta en combate y que te encuentras mudando en ese momento.

También está el tema de las lesiones. Las posibilidades de estar coja temporalmente en algún momento de tu vida, es directamente proporcional a las horas que te pases jugando al fútbol. Es verdad que hay gente que se rompe un pie al pisar el primer balón, pero cuánto más juegues, más probabilidades tendrás de sufrir un esguince, una lesión en el psoas, un abductor rebelde que se empeña en dolerte a cada paso que das... y todas ellas acabarán con una pregunta de sorpresa cuando te pregunten qué te ha pasado: ¡Ah! ¿que juegas al fútbol? sí hijo sí, algunas mujeres lo hacemos. Puedes correr peor suerte, como me pasó a mí, y que te rompan la nariz, y entonces ya es cuando la cagas, porque tendrás a tu madre detrás tuya lamentándose todo el día de no haberte apuntado a clases de ballet.

La peor parte viene cuanto te encuentras con gente retrógrada que no entiende cómo puedes compartir ducha con tus compañeras de equipo al terminar un partido ¡si son lesbianas! ¿Y? tú eres hetero y sin embargo no me ducharía contigo. La mejor frase es: "a ver si se te va a pegar"... a ver si lo que te voy a pegar yo a ti es una hostia, una buena, de machorra hetero, de las que duelen.

Al final, de nuevo, poco importa todo esto, porque nada es mejor que la sensación de jugar un partido de fútbol, en competición o simplemente un día cualquiera. Porque cuando ves a tu familia en la grada, apoyándote en cada carrera, en cada pase, en cada tiro a puerta, no piensas en que esa noche mejor que te pongas pantalón largo. Porque cuando ves a tu padre llenarse de orgullo cuando metes un gol, o incluso si no lo haces, no piensas en que tu madre está sufriendo porque no te rompas otra vez la nariz, o estampes la cara contra el parquet.

Por eso, a todos aquellos que aún no entendéis que la pasión por el fútbol es algo que no se elije, sino que se siente o no se siente sin importar el género, os digo que reflexionéis, que abráis la mente y entendáis, que el fútbol no es un deporte de chicos, es un deporte, simplemente... porque puede que algún día tengáis una niña y os diga: "papá, quiero jugar al fútbol".

miércoles, 18 de marzo de 2015

LA MANO DE ESCAYOLA

Mi madre siempre ha sido una mujer de recursos y desde luego imaginación nunca le ha faltado.

Recuerdo que cuando era niña y estudiaba en preescolar, nos mandaron llevar a clase una figurita de escayola para pintar y regalársela a nuestras madres en la famosa fecha marcada como  "El corte Inglés dice que hoy es el Día de la Madre".

Yo, que nací con la cabeza a las tres de la tarde a pesar de venir al mundo a las ocho de la mañana de un lunes (ahí, con energía para empezar la semana), pues supongo que se me fue un poco el asunto de las manos y cuando avisé a mi madre de que necesitaba la dichosa figurita para pintarla al día siguiente y regalársela (vaya sorpresón ¿eh?), nos vimos, o mejor dicho ella se vio, apurada de tiempo con una tarde de por medio para encontrarla.

No sé cuántas vueltas dimos porque nunca tuve las piernas muy largas y con cinco años menos aún, así que cualquier recorrido se convertía en una maratón. El caso es que la búsqueda se convirtió en toda una odisea, con figuras de escayola que se escapaban al paupérrimo presupuesto con el que contábamos por entonces y con la única tienda que mostraba en su escaparate nuestra salvación, con el cartel de CERRADO.

Ante la urgente necesidad de que su hija, la de las piernas cortas con la cabeza a las tres de la tarde, llevara a clase lo que le habían pedido, mi madre, tras llegar a casa ya casi de noche cerrada, tuvo una idea brillante.

Su solución fue sencilla: cogió la caja de hacer plasta de escayola para arreglos de pared, hizo la correspondiente masa en cantidades industriales para haber podido moldear todo un belén  y... LLENÓ UN GUANTE DE COCINA CON ELLA.

Para que el invento cuajase, nunca mejor dicho, decidió que lo mejor era colgar el guante del tendedero de la terraza. Me pregunto que pensarían los vecinos del barrio al ver en el primer piso un guante de cocina solitario y aparentemente lleno de algo, prendido por un par de pinzas y expuesto a las inclemencias del tiempo. Yo lo miraba, cómo decirlo, dudosa... con esa cara que se me pone cuando me intentan convencer de algo que no estoy segura de que vaya a acabar bien. Pero aún así, bueno, con suerte al día siguiente tendría tarea para clase, aunque solo consistiera en pintar la mano de color carne y hacerle la manicura. Que digo yo, que vaya regalo... "toma mamá, una mano de escayola, para el mueble del salón, ala, felicidades".

Nadie podría haber previsto, o al menos no lo pensamos, el resultado que derivaría del experimento, puesto que a la mañana siguiente, cuando mi madre fue a recogerlo, se encontró con que el peso de la masa había deformado el guante engordándolo hasta límites insospechados y, además, la humedad de las noches sevillanas no había permitido que se secara del todo. Lo desmoldó como pudo, y con mucho cuidado lo puso en una caja ¿o fue una bolsa? no sé, es igual, pero me lo dejó preparadito para que yo me lo llevara a clase.

Y así fue como llegué al colegio, viendo como mis compañeros llevaban todos unas magníficas figuritas de escayola de payasitos, de virgencitas, parejas de enamorados que se sonreían, muñequitas con sombreros moñas y toda una variedad de adornos inútiles. Mientras, allí estaba yo, sentada en mi pupitre y observando preocupada esa mano de escayola tamaño natural al más puro estilo Botero que amenazaba con desmoronarse inminentemente.

Creo que la profesora disimuló bastante mal su impresión ante semejante situación y ante la aberrante escultura que se erguía delante de mí, porque su cara era toda una revelación de incredulidad. Aún así, qué iba a hacer... pues darme las pinturas y enseñarme cómo conseguir color carne mezclando colores.

Craso error, lo de pintarla fue un craso error. Entre la humedad que le quedaba todavía a la mano de Hulk y el mojadito de la pintura, cuando quise darme cuenta a la mano ya le faltaban dos dedos. En ese momento tenía en frente lo que parecía la mano de un hippie (gordo) en el festival de Woodstock haciendo el símbolo de "te quiero" hacia sus ídolos musicales. La analogía con el significado del regalo que estaba preparando no habría quedado mal sino fuera porque cuando ya salía de clase a las dos de la tarde, a penas si le quedaba un dedo vivo a la maldita mano de escayola.

Nada más cruzar la calle la tiré a la basura... mi madre lamentaba el suceso. Había hecho todo lo que podía, pero era evidente que no había nada que salvar de ese trabajo y era absurdo conservarlo. Lo que ella no sabe es que curiosamente, el día de la madre, el regalo me lo hizo ella mí, porque creo que podría morirme contando esta historia y seguiría riéndome tanto como cuando sucedió. Bueno no, mentira, cuando sucedió no me reí, pero gracias a ella y a ese día de desilusión, tengo carcajadas para lo que me queda de vida.